Masacre de Patagones, a 15 años: el rastro fantasma de Juniors y un aula con tres ángeles

INFORME DEL DIARIO CLARIN

La Ciudad27 de septiembre de 2019
tragedia colegio malvinas masacre

Cuando escuchó el primer estruendo, Nicolás Leonardi tenía en sus manos un CD que le había grabado su mejor amigo. No recuerda cuántos segundos tardó en saber que eran disparos. Tampoco cuánto le llevó entender que el que tiraba a mansalva, sin pausa, era un compañero del aula. Hoy conserva ese compilado de cumbia. También carga la marca de un balazo y los ruidos de esa mañana de terror. Pero la cicatriz más dolorosa es la que revela la ausencia de Fede, el encargado de elegir las canciones que nunca pudieron escuchar juntos.

Esa fría mañana del 28 de septiembre de 2004, Rodrigo Torres no quería ir al colegio, pero su mamá le aconsejó guardarse la falta para otro día. Cuando entró al aula de la escuela “Islas Malvinas”, Nicolás le hizo un comentario de fútbol y otra compañera le señaló el extraño camperón que llevaba puesto el chico que segundos después se paró frente al pizarrón, sacó un arma y vació el cargador. Con dos heridas de bala, todavía siente en el cuerpo el dolor de una recuperación que lo tuvo un mes internado.

Ambos son sobrevivientes de la masacre de Carmen de Patagones. El autor de los disparos fue Rafael Juniors Solich. Mató a tres compañeros y baleó a otros cinco. Le faltaba un mes para cumplir los 16 años y fue declarado inimputable. Pasó por un instituto de menores y estuvo internado en una clínica psiquiátrica. Hoy su paradero es un secreto guardado por la Justicia.

La masacre que Juniors ejecutó con la pistola Browning 9 milímetros de su papá, suboficial de Prefectura Naval, fue la primera en una escuela de Latinoamérica. El caso conmocionó al país, que había registrado un antecedente similar cuatro años antes, cuando un joven de 19 años apodado “Pantriste” asesinó a un compañero e hirió a otro a la salida de un colegio de Rafael Calzada.

Los intentos de explicar el origen de la masacre fueron variados. Los peritos que entrevistaron a Juniors reconstruyeron una vida marcada por la violencia familiar y desprecio hacia los demás. Él aseguró que se sentía discriminado por sus pares desde que iba al jardín de infantes. Contó que lo cargaban y que tenía fantasías sangrientas desde 7° grado. También dijo que padecía el autoritarismo de su padre y las presiones por su rendimiento escolar.

Pero nunca dio un por qué.

Cuatro meses antes de la masacre, su papá había pedido una reunión con el gabinete psicopedagógico de la escuela. Fue luego de haber encontrado en la pieza de su hijo dibujos de una cruz esvástica y el nombre de Hitler escrito en una caja donde guardaba sus cassettes, según reconstruyeron a través de fuentes y relatos incorporados al expediente los periodistas Pablo Morosi y Miguel Braillard en el libro “Juniors”.

En la lista de preocupaciones de los padres del autor de la masacre también figuraban sus cambios de conductas. Había pasado de la cumbia a los discos de Marilyn Mason. Aunque nunca había sido muy sociable, se mostraba cada vez más hermético. Jugaba poco al fútbol, deporte que había practicado desde chico, y pasaba horas encerrado en su cuarto.

Los encuentros con los profesionales de la escuela se repitieron en al menos otras dos ocasiones, pero no se tomaron medidas.

“Se me nubló la vista y disparé”

Según reconstruyeron los autores de “Juniors”, el 27 de septiembre de 2004 el autor de la masacre tuvo una fuerte pelea con su papá. La discusión incluyó gritos, insultos y amenazas de golpes. El adolescente se encerró en su cuarto y recién salió cuando el suboficial de Prefectura fue a llevar a su esposa al restorán en el que trabajaba. Fue hasta la habitación de los padres y tomó la pistola que estaba guardada en un armario. También agarró tres cargadores y un cuchillo. Luego escondió todo abajo de su cama.

Esa noche durmió poco. La mañana siguiente se levantó como si fuera un día más, se cambió y partió rumbo a la escuela. Era un trayecto corto, de apenas cinco cuadras. Cuando llegó había unos pocos compañeros en el aula de 1° B del polimodal, equivalente al 4° año de la secundaria actual. Dejó sus cosas en el pupitre y fue a formar al salón central del colegio.

Luego de que se izara la bandera, los alumnos volvieron al aula. Nadie notó nada raro en Juniors, pero él ya tenía decidido lo que iba a hacer. Antes de que llegara la preceptora para tomar lista, se paró en el pizarrón, de frente a los bancos, sacó su arma y empezó a tirar.

“Me agaché y quedé duro mirando el piso. Pedía por favor que pararan los ruidos. Después, por un grito, me levanté y salté a una compañera que se movía, que se estaba tambaleando. Rodrigo estaba parado, me estaba dando la espalda, entonces lo abracé y salimos caminando despacio. Rodrigo me dijo: 'mirá lo que me hizo este hijo de puta', y le empezó a salir sangre por la boca. Ahí es cuando sentí la ropa pesada y me di cuenta que a mí también me había pegado un tiro”, le cuenta a Clarín Nicolás, en el consultorio odontológico que atiende en la ciudad rionegrina de Viedma, a cinco kilómetros de Carmen de Patagones.

Después de agotar las balas, Juniors salió al pasillo y colocó el segundo cargador. Alcanzó a disparar una vez más hasta que se le trabó la pistola. Dante, su único amigo, lo empujó por la espalda y logró desarmarlo. Juniors estalló en llanto.

En la escuela todo era caos. Federico Ponce, Sandra Núñez y Evangelina Miranda murieron dentro del aula. Nicolás y Rodrigo salieron como pudieron y pidieron ayuda. La lista de heridos la completaron Pablo Saldías, Natalia Salomón y Cintia Casasola. Pablo fue el que más grave estuvo: pasó tres días en coma y como consecuencia de los disparos perdió un riñón y el bazo. Todos tenían entre 15 y 16 años.

Horas después de ser detenido, Juniors se sentó frente a la jueza Alicia Ramallo, titular del Juzgado de Menores N° 1 de Bahía Blanca. Le preguntaron si sabía lo que había hecho. “No me di cuenta de lo que hice, se me nubló la vista y disparé. Ahora tomo conciencia por lo que usted me dice”, respondió.

El autor de la masacre fue declarado inimputable por su edad. Pasó por una sede de Prefectura y fue trasladado a un de menores de La Plata. “A nivel de las relaciones interpersonales, no se observa en Juniors la más mínima capacidad empática (posibilidad de ponerse en el lugar del otro) y se registra ausencia de sentimientos de culpabilidad, sentimiento que surge a partir de la posibilidad del ser humano de reconocer al otro como una unidad separada de uno mismo y de reparar el daño ocasionado al otro como consecuencia de su propia acción”, resumió uno de los profesionales que lo entrevistó. Finalmente, lo derivaron a una clínica psiquiátrica.

Cuando cumplió la mayoría de edad, su tratamiento quedó en manos del Juzgado de Familia N° 4 de La Plata. Allí confirmaron a Clarín que siguen teniendo a su cargo el expediente, aunque se negaron a brindar información sobre la situación actual de Juniors. Lo último que se supo es que vivía en Ensenada, donde seguía asistiendo a una clínica psiquiátrica.

El paradero de sus padres también es un misterio. Fuentes oficiales informaron a este diario que Rafael Solich (57) está cumpliendo una “licencia extraordinaria, previa para su retiro de la Prefectura”. Su destino anterior había sido la Dirección de Protección de Objetivos, en Buenos Aires.

En Carmen de Patagones, una ciudad de 20 mil habitantes ubicada en el límite de Buenos Aires con Río Negro, la masacre sigue siendo una herida abierta. Los vecinos prefieren evitar el tema y aseguran que nunca más vieron a la familia de Juniors.

En la costanera, un memorial realizado por el artista plástico Danilo Vasiloff recuerda a los chicos asesinados. Son tres árboles de metal, de más de diez metros de altura y con una estructura de vitraux en la copa. En medio del dolor por las muertes, la escultura busca rescatar la “fuerza de la vida”.

En la Escuela Media N° 2 “Islas Malvinas”, la huella es indeleble. El aula de los disparos estuvo un año cerrada y se convirtió en una sala de reuniones. “En un día gris, la estridente mañana se llevó a tres ángeles. Nadie se acostumbra a vivir en su compañía”, resume una placa que acompaña las fotos de Evangelina, Federico y Sandra. Sus nombres también están grabados en la puerta del colegio, al que hoy asisten 600 alumnos de secundaria.

No fue fácil recuperar la confianza de la ciudad. Parte de ese trabajo fue encabezado por Adriana Roumec, quien ese momento era profesora y dos años después asumió como directora. “Los primeros tiempos fueron de dolor, pero cada día lo que se dio entre todos era la posibilidad de decir se puede seguir avanzando. Cada testimonio, cada experiencia de vida, lo que hizo fue encontrarnos en un proceso que era salir adelante, apostar a la vida, apostar al futuro. Hoy vemos los resultados”, explica.

Faltan unos pocos minutos para el comienzo del turno tarde y los alumnos que van llegando se juntan alrededor de las grandes estufas que calefacción el salón principal. Ese mismo lugar en el que se reunieron cientos de adolescentes minutos antes de que comenzara el infierno.

Resiliencia

Conocido como la capacidad de adaptación a situaciones adversas, el concepto de resiliencia atraviesa a los sobrevivientes del aula. El primer año de Rodrigo estuvo marcado por las cirugías para reconstruirle el estómago y los dolores. “Pasé de ser alguien bastante activo en mi vida social a tener que estar en una cama postrado. No lo soportaba. No quería ver más médicos. Quería quedar así y que pasara lo que tenía que pasar”, le cuenta a Clarín en su casa de Viedma, donde vive junto a su mamá.

Como pudo, el mismo año de la masacre volvió al colegio. Rindió las materias y se cambió de escuela. La salida la encontró en sus dos pasiones: el handball y el canto. Cuatro años después de la última operación volvió a jugar y se sumó a un coro de la universidad. “De a poquito me fui conociendo, viendo qué quería para mí. Desde ese lado me voy construyendo un poco. Tuve una segunda oportunidad y busco ser feliz”, explica. En el brazo izquierdo lleva tatuada su máxima: “You only live once” (solo se vive una vez).

La adaptación de Nicolás fue más brusca. El lunes siguiente a la masacre volvió al aula. Cuando terminó la secundaria se instaló en La Plata, donde estudió Odontología, aunque siempre tuvo claro que regresaría a Patagones. Mientras trabaja en el consultorio de Viedma, viaja una vez por mes a la capital bonaerense para capacitarse en Ortodoncia. También se hace alguna escapada hasta el Nuevo Gasómetro para ver a su amado San Lorenzo.

“Es algo feo lo que me pasó y me va a quedar para siempre. Creo que me enseñó a luchar. Hay veces que ante un problema te acordás de lo que pasó y si saliste de eso podés salir de cualquier cosa”, asegura, después de atender a su último paciente y todavía con el ambo puesto. 

Nicolás habla pausado y tiene una mirada ausente. Por momentos parece que no está en su consultorio, sino en la antesala de esa mañana fría de septiembre de 2004. Los estruendos aún lo perturban. No puede escuchar el sonido de un caño de escape y la pasa muy mal con los fuegos artificiales en las fiestas. También le duele la ausencia de su mejor amigo. “Nunca me pregunté por qué a mí. Pero sí por qué la muerte de Fede. Eso fue lo más duro. Yo veo la cicatriz y no me pasa nada, pero su recuerdo queda para siempre”.

Ni él ni Rodrigo creen que Juniors haya sido víctima de bullying. “A veces escucho a gente decir que nosotros lo jodíamos y te puedo asegurar que no. Ni te dabas cuenta que estaba dentro del aula. Yo lo conocía del club, de más chico y era otro pibe. Yo no me explico lo que hizo”, cuenta Nicolás. Una semana antes, los dos habían jugado un partido de fútbol. No notó nada raro.

Rodrigo tampoco encuentra una explicación de lo que pasó. “Me encantaría sentarme con Juniors y, entre mates, solos, poder charlar. Le preguntaría un montón de cosas. Estaría muy bueno. En lo que respecta a mí, está más que perdonado”, asegura.

A 15 años de la masacre, la violencia en el aula sigue preocupando a las autoridades. En un cuestionario elaborado como parte de la prueba Aprender 2017, el 33% de los alumnos de 5° y 6° año de Secundaria a admitió que "algunas veces" discrimina a un compañero por alguna característica personal o familiar. Además, el 38% dijo que "algunas veces" insulta, amenaza o agrede a un chico de su aula.

Reclamo de justicia

A días de que se cumplan 15 años de la masacre, hay una sensación compartida entre las víctimas: la falta de justicia.

Luego de que Juniors fue declarado inimputable, el reclamo se trasladó al fuero civil. Familiares de las víctimas iniciaron demandas por daños contra la Dirección General de Escuelas de la provincia de Buenos Aires, por la falta de un mayor en el aula en el momento de los disparos y las fallas en los controles previos del gabinete psicológico, y contra Prefectura Naval Argentina, institución a la que pertenecía el arma utilizada en la masacre.

Esos 17 expedientes recorrieron un interminable laberinto judicial y se concentraron en el Juzgado Federal N° 2 de Bahía Blanca. Todos tendrán un fallo único. Algunas causas ya están en condiciones de llegar a un veredicto pero se encuentran acumuladas a otras que figuran más atrasadas, en las que aún hay que realizar pericias. “El año que viene podría haber sentencia”, informaron a Clarín fuentes del tribunal.

“Cada 28 de septiembre siendo profundamente el dolor que sentí en su momento. Por un hecho que era totalmente evitable. Y siento ante todo la terrible injusticia de que nadie se ha hecho cargo de la situación, que nadie ha hecho un mea culpa”, se lamenta Marisa Santa Cruz, mamá de Federico Ponce.

A su lado tiene un cartel con la foto que le sacaron a su hijo al terminar la primaria. La imagen lo muestra sonriente, con su diploma en la mano. “Federico era un chico muy alegre. Creo que Juniors mató eso. Junto con Dante querían matar la alegría del otro”, asegura Marisa. Para ella, la participación del mejor amigo de Juniors fue clave en la planificación de la masacre. El adolescente tenía 16 años y era imputable, pero nunca hallaron pruebas para acusarlo.

GL EMJ

 

Te puede interesar
Lo más visto